jueves, 8 de abril de 2010

Página 21

Te entregas. Para que el agente entienda que no opondrás resistencia, relajas tus músculos y respondes con docilidad a sus órdenes. Él hace todos sus movimientos con brusquedad calculada y tratando de no tocarte demasiado; ¿quién no sentiría asco de un vago bebedor como tú?

Te has metido en un buen lío. Ya en la celda te quitan las esposas. Allí se está más caliente que en las calles. Tu compañero de celda es un maníaco sexual apodado Satanás. Te observa con lujuria, a pesar de los golpes en tu rostro y de tus ya característicos harapos roñosos y de tu olor a orinada. Sí, te observa detenidamente, relamiéndose en sus pensamientos lascivos. “Nada que no haya vivido antes”, piensas, sólo que éste parece tener el virus.

Sin embargo, la noche transcurre sin mayores sobresaltos. Todavía hay energía en tus músculos como para poder defenderte de los embates de Satanás. Hasta consigues dormir un poco.

Por la mañana, un amable agente bigotudo te despierta con un baldazo de agua helada. Te incorporas rápidamente para evitar un segundo baldazo, que de todos modos no tarda en llegar.

Ahora te encuentras en la sala de interrogatorios. Satanás empieza parecerte un tipo cariñoso cuando ves a los agentes encargados de sacarte toda la información. Por supuesto, se te acusa de asesinar a tu amigo Jack. Con una cuchilla con tus huellas y la sangre de Jack no tienes demasiadas chances de sostener tu versión. Además, algo que inquieta a los agentes es la presencia de esa bolsita de nylon de contenido incierto. No entiendes por qué, pero a ellos parece importarles más la bolsita que la vida extinguida de tu amigo Jack. Y como no sabes nada de ella –ni siquiera recuerdas quién de todos la puso en el pozo de apuestas- te golpean hasta hacerte desmayar. Luego te despiertan a baldazos de agua y otra vez a darte palo.

Horas después, antes de entrar en un coma a causa de los golpes, logras vislumbrar algo del asunto: hay algo que se les perdió, relacionado con esa bolsita, y no se detendrán hasta encontrarlo de vuelta. El dato no te sirve de mucho porque acabas hospitalizado. Al menos ya no tienes que compartir celda con el vicioso Satanás.

Sólo por si no te diste cuenta: estás en manos de la Ley, ya no hay aventura que puedas elegir.

En el hospital te recuperas de los golpes lentamente. Un buen día te despiertas del coma sólo para ir a presenciar el inicio de tu juicio. Asesinaste a tu amigo Jack, eso ya no está en discusión. Pero como gracias nuestra Carta Magna eres inocente hasta que se demuestre lo contrario te envían a la prisión del condado a esperar la sentencia.

Allí compartes celda con otros diecisiete presos. Conversando, te enteras de que todos están en tu misma situación: sin condena. Crees que eso es bueno para el grupo, porque de algún modo todos guardan la esperanza de salir de allí. Es un buen grupo de gente y allí uno no tiene que preocuparse por buscar comida. Hay otra ventaja: aquí no está Satanás y tu avanzada edad te hace poco atractivo para los demás.

Sin embargo, el invierno es duro y tu salud frágil. A la semana de estadía, ya has contraído una tos arenosa, seca: tos de linyera. Parece una broma: tantos años durmiendo en las calles y esto viene a sucederte viviendo bajo techo.

Otra semana más y has empeorado. Te llevan al hospital de la prisión donde te pescas una pulmonía. Oyes hablar de infecciones intrahospitalarias y deseas haber estudiado para entender de qué se trata. Pero ya es tarde. Mejor te sería desear un licor de buena marca, que es con lo que has soñado siempre. Y una última vez con una bella mujer. Piensas que quizá la prisión te conceda eso como última voluntad, pero ya estás delirando y a la semana falleces.

Tu cuerpo lo creman unas semanas después en el cementerio del condado junto al de tu amigo Jack.

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